PRIMERAS PÁGINAS DE PERCIBO AZUL

Octubre, 2010

I

—¿Se puede?

—Manolita, si ya está dentro… Todos los días viene con la misma canción.

—Don Salvador, corra un poquito las cortinas, levante las persianas y abra las ventanas que la casa está siempre a oscuras. Además, cerrado a cal y canto, aquí huele a rancio que tira para atrás. La culpa es suya por poner la cama en el salón. ¿A quién se le ocurre?

—Mujer, lleva unos meses trabajando en esta casa y no hay día que no traiga alguna queja. Ya se lo he explicado mil veces: casi nunca viene nadie a verme, ni quiero que venga nadie. Manolita, es más fácil para usted, hay menos que limpiar. El dormitorio no se usa. Así duermo cuando me apetece.

—El salón es la única habitación grande de esta casa. Además, no hay tresillo, no hay comedor. La estantería de escayola medio vacía, dos butacones, una camilla, la cama y la mesa de madera como si fuera un escritorio. Y un solo cuadro, ese del mar… ¡Don Salvador, parece una casa de pobre!

—Me gusta así de simple. Tiene lo que necesito.

—Lo que tiene, Don Salvador, la casa aparte y per­done que se lo diga, son muchas tonterías en la cabeza. Yo seré una simple limpiadora, más bien bajita, gordita y analfabeta, pero está muy clarito lo que le hace fal­ta: no encerrarse el día entero en una habitación tirado como un perro. Debería salir, airearse y buscar alguna muchacha de vez en cuando.

—Ya se me pasó el arroz, déjelo.

—¡Ni hablar! ¡Vístase y a pasear! A ver si conoce a alguna chica.

—No pienso en las mujeres, no me apetece. Ya tuve bastante.

—Qué va, hombre. Ande… Pero si está usted de muy buen ver. Aún es joven, con esas canas en el pelo y esos ojos azules que parece un actor de las películas americanas. Necesita mujeres en su vida, aunque solo sea para un ratito, aunque solo sea para que le arreglen el cuerpo. ¡Andando! ¡Duchita y a la calle! Mosca que vuela, a la cazuela.

—Mujer, con sus sesenta años qué cosas dice.

—La verdad, toda la verdad y nada más que la ver­dad.

—Me voy a la cocina a tomar un café.

—Eso, eso… Siga usted encerradito, no vaya a darle demasiado el aire.

—¡Qué cruz, Manolita! ¡Qué cruz!

—Espabile que voy con retraso. Además me ha dejado el suelo lleno de papeles. ¿Qué es lo que escribe, Don Salvador?

—Algunas notas sobre mi vida, sobre las cosas que me han pasado.

—¿Y si le pido un favor?

—Claro, pida por esa boca. La cama se queda en el salón, diga lo que diga.

—Señor, yo casi no sé leer. Si termino pronto podría usted leerme lo que escriba. Así me entero de lo que ha sido su vida. Nunca me cuenta nada, no sé nada de usted.

—Está bien, mujer. De acuerdo, pero ya veremos cuánto tiempo seguiré escribiendo.

 

II

—¡Ufff! Me he dado prisa, madre mía. Hasta la comida he terminado ya. Lo tiene todo enjaretado.

—Siéntese en ese sillón, Manolita. Si se aburre díga­lo y nos olvidamos del tema.

—Tire, tire…

Una pequeña lámpara alumbra con luz tenue, pero suficiente, la austera mesa de madera. Me enfrento de nuevo a los folios en blanco después de tanto tiempo, un tiempo de silencios y oscuridades. Por tantas sinra­zones, por tantos dislates cometidos, escribir simboliza para mí el más alto de los muros que difícilmente logre saltar. En cualquier caso, he de intentarlo pues el psi­quiatra así me lo prescribe. Él repite que no invente, que cuente mi propia historia, la verdad relatada sin aditivos ni concesiones, mi vida y mis pensamientos sobre la vida misma. Es curioso cómo habiendo conce­bido tantos personajes, situaciones, amores, pasiones, asesinatos, después de haber recreado muchas épocas de la Historia, me aconsejan que escriba sobre mí. La gran diferencia es que ya no busco el éxito o el dinero, ni pasar a la posteridad. Eso se acabó. Ya no ansío aque­llo que me sacó de la realidad y me abalanzó hasta los abismos más lamentables. Se trata de curarme y volver a vivir para salir de la apatía total. Lo cierto es que estoy cómodo siendo un vegetal porque no tengo obligacio­nes, ni deseos, ni futuros. Qué ironía: he de escribir de nuevo para procurar huir de dónde me encuentro cuan­do la Literatura fue la que me trajo hasta aquí.

—Don Salvador, perdone que le interrumpa. ¿Va usted al psiquiatra?

—Sí.

—No lo sabía. ¿Y ese médico es el que le ha dicho que escriba?

—Manolita, hay tantas cosas que no sabe de mí. Me ha dicho que si escribo poco a poco iré abriendo las cajitas que llevo dentro de mi alma. Parece que en ellas guardo muchos dolores. ¿Sigo?

—O sea, que se pondrá bueno si escribe las cosas que le han pasado en la vida.

—Más o menos. Escribirlas y a la vez el psiquiatra me tira de la lengua para que recuerde lo que quise olvi­dar.

—Que curioso, de lo que se entera una. Siga, Don Salvador.

Miro atrás y veo todo aquello que fui abandonando en el camino: ya no sobrevive la familia, tan solo viene a verme de vez en cuando mi hermana desde Madrid; mis padres murieron tiempo atrás, como mi hermano Gabriel; mi ex mujer se cansó de la manía de comprar libros, de ser ignorada, de la ausencia de amor, de la ausencia de pareja si es que la hubo en algún momento; tampoco sé nada de mí hijo desde hace tiempo; la mayo­ría de los amigos me dieron la espalda al convertirme en un problema; dije adiós también a las clases de lite­ratura que tanto me gustaban al principio, a los bienes materiales, al hogar. Alguien quemó mi biblioteca, cien­tos de libros, mis libros, los que compré y los que escribí. Con todo ello se esfumaron la risa y la sonrisa. Cual­quier atisbo de felicidad se convirtió en cenizas aquella noche. Ahora estoy solo y he de recordar los momentos del pasado: la alegría y la tristeza, el amor y el desamor, la vida y la muerte en vida, las palabras y los silencios. El empeño constante del psiquiatra me obligará a reme­morar las vivencias de los cincuenta y un años que llevo a cuestas, pero va a ser muy difícil. Lo sé.

—Está usted solo porque le da la real gana, Don Salvador.

—Manolita, eso no es así.

—Mire, en la vida uno siembra y recoge. Y también equivocarse es humano. Si su gente no le ha perdonado los errores allá ellos. Que les den morcillas. Hay otras personas que encontrará usted en el camino, personas que merezcan la pena, que no le abandonen.

—No para de usar el refranero, Señora.

—Ni siquiera sabía que tenía un hijo.

—Ya hablaremos de él. Por eso le estoy leyendo esto, para que se entere. ——Es usted muy curiosa y se adelanta. ¿Puedo seguir?

Estamos en octubre, ya entró el otoño y llegan las primeras lluvias. No son aguas suaves como las que se ven caer plácidamente tras la ventana casi cubierta de vaho, al calor de un brasero. Se trata de aguaceros violentos, inquietantes, de los que causan estropicios. A las pocas horas sale un sol radiante que ilumina el barro y los destrozos y los cadáveres. Los noticiarios hablan sin parar de esos muertos, de los desaparecidos, de los cuantiosos daños. Supongo que este otoño el agua no traerá la tristeza de cada año, no aparecerá la melancolía porque ya están aquí. Pasan los minutos, las horas y los días de un modo tan absurdo que todo me da igual. No tengo ni la más mínima ilusión porque amanezca otra vez, ni de llegar a ver otro otoño y menos aún de volver a conocer a otras personas o sufrir más peripecias. Ni siquiera deseo ir a ver el mar. Yo amaba el mar. Estoy instalado en la más profunda nada. Cómo voy a escri­bir sobre mi propia existencia, cómo explicar que vivía con la fama, el dinero y el reconocimiento por valores fundamentales, impregnado de los aromas pestilentes de una sociedad en abierta decadencia, una sociedad en caída libre. Cómo es posible contar que me convertí en un asalta tumbas en busca de una musa sublime que me elevara a los altares de la Historia de la Literatura.

—Hasta aquí he llegado, Manolita. Mañana segui­mos.

—Don Salvador… ¿Qué es un asalta tumbas?

—Más adelante lo entenderá.

—Yo no he visto nunca el mar.

—Quizás algún día le lleve a conocerlo, cuando me encuentre mejor.

—Don Salvador, noto que tiene usted una tristeza muy grande.

—Sí.

—¿De verdad deseaba tanto el éxito y la fama?

—Sí, de verdad.

—Me marcho, se ha hecho tarde.

—Hasta mañana, Manolita.

III

—¿Se puede?

—Claro, mujer… ¿Se puede, Manolita? ¡Si ya está dentro!

—Buenos días. No me riña ¿Cómo se encuentra hoy, Don Salvador?

—Ahí vamos. Parece que en los últimos días estoy algo más animado, a pesar de que me atontan un poco las pastillas. ¿Y usted?

—Tengo la espalda para tirarla a la basura y mi marido anda pachucho.

—¿Qué le pasa?

—Dice que se levanta muy cansado, que le duele el pecho.

—¿No ha ido al médico?

—Imposible llevarle, no le da la real gana, es un animal. Mi gordito dice que ya sabe qué le recetará el médico: comer menos. No para de zampar. Ahí está el problema. Bueno, la comida y también que le pega un poquito al vaso.

—¿Quiere que hable con él?

—No, no. Menudo lio… Con el carácter que se gasta formaría una bronca de mil demonios. Don Salvador, no tiene usted ni idea de lo que son ciento treinta kilos cabreados y eso que yo lo manejo bien. Me pongo en marcha para terminar cuanto antes ¿Me seguirá leyen­do lo suyo?

—Sí, no se preocupe. A medida que vaya escribien­do.