VAN PIROS
Ángel Van Piros fue un holandés de origen griego o quizás un griego de origen holandés. Lo cierto es que su padre sí que era holandés de origen griego, pero el nació en aquel viejo cascarón de madera con un par de roídas velas, allá por algún lejano mar. Sus progenitores huían no sé sabe muy bien de qué navegando por los puertos más discretos y apartados de los océanos y mares de este curioso mundo. A los cinco años y mediante unas llamadas surrealistas el niño fue sorteado al mejor postor de entre los parientes y amigos de sus padres.
Finalmente no hubo postores y la adjudicación gratuita se produjo en favor de una anciana que fue la única de los participantes que andaba medio despistada cuando recibió la llamada del sorteo. A ese despiste se le sumó la tremenda sordera que casi inutilizaba sus oídos. Esa anciana mujer, Rita, conoció algunos años atrás a los padres de Ángel Van Piros en un rocambolesco encuentro ocurrido en un pequeño puerto deportivo de la costa de Huelva. Desde entonces se llamaban al menos una vez al mes e incluso volvieron a coincidir en algún otro puerto español cuando los huesos no le pesaban tanto para viajar a la pobre anciana.
¿Qué podía hacer una señora de ochenta años con un niño de cinco que apenas sabía dos palabras en castellano? Magnífica pregunta, sin duda, más caben al caso muchas otras. En especial cabe preguntarse por qué hay apellidos que pesan tanto en algunas vidas. Ángel, Ángel Van Piros, como era de esperar, sufrió los escarnios imaginables por parte de todos sus compañeros, incluidos los de los más modositos y caritativos. Un día de carnaval se presentaron en el patio del colegio con dientes de plástico simulando a los de un vampiro y mientras le rodeaban alzaban los brazos y hacían extraños ruidos para asustarle. Entre el nombrecito de marras y su aspecto famélico, alto, muy delgado, de amplias ojeras y piel pegada a los huesos ad eternum del hambre que pasó en el barco de sus padres, el desgraciado muchacho solo obtuvo miedo y rechazo de cuantos le conocieron como así pasó con niños, vecinos, tenderos, profesores, monjas y sacerdotes del colegio católico al que asistió. Llamarse Ángel Van Piros y asistir a un colegio católico suena a chiste, a película de terror de Serie B. No obstante, es de agradecer que le enseñaran con muchas dificultades a hablar un afectado español.
Con el paso del tiempo no se sabe quién cuidaba a quién, si Rita a Ángel o viceversa, hasta que a no mucho tardar ganó él. Cuando Rita murió, heredó la modesta casa en la Parte Antigua de Cáceres y se dedicó durante años a leer todo lo que cayó en sus manos respecto a los vampiros y chupadores de sangre hasta convertirse en experto en el tema y afamado escritor de renombre internacional. Desde que ella se fue jamás probó nada de comer que llevara ajo y por lo menos una vez al mes le pedía permiso a un amante de la anciana, amantes hasta que sus cuerpos dijeron basta, para dormir en el semiderruido pajar de su cortijo en el que se había instalado una nutrida colonia de murciélagos.
Tal vez la cabra tire al monte, quién sabe, pero no hay duda de que algunos apellidos que pesan como el plomo.