LAS SÁBANAS NUNCA SE QUEJAN

LAS SABANAS NUNCA SE QUEJAN
Compañeras infatigables de nuestras vidas, las sábanas nunca se quejan. Entre ellas, pintadas normalmente de un “verde quirófano” para la ocasión, asomamos la cabeza conociendo las primeras luces. Segunda piel de mil colores y dibujos, amigas fieles que visitamos a lo largo de nuestra vida casi diariamente, compañía templada y estoica. Ya blancas, también nos cubren cuando solo quedamos convertidos en unos míseros restos que se ha de comer el tiempo o el fuego.
Las sábanas se ven sometidas a la prisión de la estantería en una tienda hasta que por variopintas razones de gusto, de precio, son elegidas para entrar en familia. Ahí comienza verdaderamente su historia. Algo parecido a un embarazo que culmina como un parto, en el instante en que las sacamos del envoltorio y se cuelan en las habitaciones. Ya en la cama, cobran vida, su estilo de vida.
Esos trozos de tela que tan poco estimamos tienen tactos y olores pero, como si de un camaleón se tratara, van mudando a nuestras formas. Invitadas discretas de tertulias, de los monólogos del hombre y la mujer. Testigos de la verborrea imparable de sueños, pesadillas y fracasos, amores exitosos y perdidos, ilusiones y esperanzas, tristezas y fiascos. Nos conocen tal cual pues engañarlas es imposible porque somos incapaces de mentirles. Sobre ellas, más que en cualquier otro de los lugares de la existencia humana, reposa la verdad. Pura, sincera, la verdad despojada de aderezos.
Callados lienzos sobre los que pintamos con los líquidos del cuerpo: líquidos del nacimiento y de la muerte, los líquidos de la salud y la enfermedad, del amor y del deseo, de los excesos cometidos. Empapan nuestros llantos: lágrimas de alegría, de dolor, gotas de sufrimiento, de felicidad. Soportan impertérritas hirientes brebajes a veces nobles, a veces detestables. Vertidos sin la más mínima piedad mientras ellas aguantan impasibles cual enemigo desarmado e impotente, a la espera un fusilamiento cruel y cierto. Las sábanas ignoran que su perdón nunca llegará. Ni tan siquiera huyen cuando disparamos los maleducados ruidos con instrumentos desafinados, sin melodía que los ordene ni partitura que les dé sentido. Ellas jamás retroceden ante un ataque, sea cual sea, pues en silencio también aguantan nuestros extraños perfumes y horribles hedores. Pero las sábanas nunca se quejan…
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Al final las sábanas se rinden a la machacona evidencia de la vida. Ni más ni menos un camino hasta la muerte. El paso del tiempo obra el deterioro natural. Años y años de duro trabajo, tremendo aguante que culmina con los hilos marchitos. Sin fuerzas, sus brazos caen y no hay batalla. Pasan entonces por una autopsia que las parte en treinta pedazos. Mutante parto deshonroso y humillante, convirtiéndose en trapos. Nueva vida dividida, nuevos quehaceres para cambiar a una clase social inferior. Bajonazo de casta que les lleva a recoger físicamente polvos y suciedades cuando, irónicamente, también antes recogían la ruina y la porquería de nuestras almas. Va muriendo cada pedazo lentamente, poco a poco, uno a uno, con la satisfacción del deber cumplido por un uso casi eterno.
Las sábanas nunca se quejan. Jamás llegara el homenaje y, sin embargo, merecen ser recordadas en plenitud, fuertes, altaneras y bellas. En el único momento en que son un poco libres, aunque no del todo pues han de estar sujetas. Allí donde disfrutan, blancas y relucientes, de las caricias del viento que las mece con ternura. En aquel prado verde, muy verde… Tendidas en una cuerda, bajo el sol radiante de un día precioso, con el fondo de un cielo azul, muy azul…