VENID HIJOS MÍOS, VENID

VENID HIJOS MÍOS, VENID

Reclamar clemencia honra al que yerra pero lejos están hijos y padres de plantearse el perdón del otro por tantos errores cometidos. Destinarán las energías a justificar sus culpas perdiendo el instante hermoso del acercamiento. Hará en vida cada quién lo que a su parecer convenga pero es inexcusable ser consciente de que los tiempos para los padres y para los hijos jamás vuelven…

En cualquier ciudad de España, entrado el siglo XXI, un padre y sus hijos…

– Venid, hijos míos, venid. – Terminé pronto lo que tenía que hacer. – Trabajo, compra, lavadora, plancha, cena, ayudaros en vuestros deberes… – Por hoy terminé… – Venid, hijos míos, venid. – Entrad en mi cama. – Acurrucaros bajo el edredón y las sabanas que hace mucho frío. – Tengo tiempo para contaros cuentos. Muchos cuentos. – Mil mundos, mil personajes… Colores, ilusión… – Hubo un niño de madera que mentía y le creció la nariz… – Una niña vestida de rojo caminando por un bosque…Y un lobo terrible… – Poneos en mi pecho y escuchad ¡No os peguéis! Los hermanos nunca deben pegarse…
– ¿Cuál queréis? – ¿Conocéis aquel cuento de otra chiquilla que caminaba por universos extraños y maravillosos? – ¿Sois capaces imaginar a un gato con botas?

Legamos siempre tarde a la sonrisa y al llanto que guarda el alma de un hijo; éste jamás hará cuestión alguna de las cuitas del padre. Qué detestable lentitud nos hace ser consciente del problema cuando en demasiadas ocasiones ya no tiene solución. Peregrinamos por la vida buscando los mundos perfectos y pasamos de puntillas por el real, sin apenas darnos cuenta. A la sinfonía de inconsciencias y estupideces es tan fácil sucumbir que llegamos siempre tarde a dónde verdaderamente deberíamos estar desde el principio. No hay solución si las campanas ya tocan a muerto. Intentos en vano de rectificación llenan los vertederos del fracaso. El inevitable llanto, lluvia de tantas lágrimas formada, por los dolores del alma no cesa…

– Escuchad atentamente, hijos míos, escuchad… – Poned vuestra cabeza en mi pecho y guardad silencio. – Os hablaré de tres cerditos descuidado, un lobo glotón… – Conoceréis a siete enanitos increíbles, a su preciosa amiga… – Pasmados quedaréis con un flautista, encantador de bichos. – No os durmáis todavía… – ¿A que no sabíais que hubo un patito muy feo, muy feo? – ¿Imagináis a un Rey desnudo caminando por la calle? – Solo tenéis que imaginarlo. – Os contaré una historia un poco triste de un cervatillo… – ¡Por favor! ¡Atendedme! – Una muchacha que dormía profundamente… – Con los animales de la selva se crió un muchacho ¿Podéis creerlo? – También soy capaz de inventar cuentos: Una pelota que habla, unos muchachos que mandan sobre los mayores en un pueblo, una vaca mágica que da leche a todos los niños que pasan hambre… – ¿Os apetece que invente? – ¿Por qué no me hacéis caso?

Cuánto sufrimiento por las equivocaciones evitaríamos seguro con solo escuchar un instante. Síntomas palpables se muestran inequívocamente mientras nuestros ojos están ciegos y nuestros oídos sordos. El hijo clama por una ayuda que no llega; el padre clama por una comprensión que no llega. Las edades pasan con esa velocidad endiablada, sin que tengamos conciencia plena de ello. Es remedio preventivo el prestar atención en el momento preciso, con una vigilancia constante. Tener los cinco sentidos en el otro no es cómodo, ni rentable; no está de moda, no se lleva; nadie lo impone y hoy tan solo es bandera de minorías, por numerosas que sean…

– Pero… ¿Qué digo? … ¿Qué es lo que estoy diciendo? – ¡Por Dios! Si ya volasteis de mi vera. – Si tienes ya veintiún años, hijo mío… – Si tienes ya diecisiete años, hija mía… – Ya no estáis para cuentos – Ya tenéis vuestra vida propia – Ya sois independientes… Estudios… Parejas… Responsabilidades… Dentro de nada trabajo…Esperemos, claro… – Quizás pronto me hagáis abuelo… – Por fin habéis volado… Ya llegó la penosa hora del vuelo… – Nunca se deja de ser padre. Supongo que hasta que muera tendré la obligación de ayudaros y de educaros pero la mayor parte del trabajo ya está hecha. Quién sabe si también después de muerto tendré que seguir arrimando el hombro…. – ¡Qué pena! ¡Es ley de vida! – Ya no estáis para cuentos ¡Qué torpe soy! Me estoy volviendo viejo. – Además me siento tan cansado… Muy cansado…

Demasiadas veces no estamos. Hay algo sublime que goza de preferencia: un partido de lo que sea, una obligación boba que no es obligación, un instante propio que llenamos con nada…Es curioso cómo lo sabemos todo y, sin embargo, todo ignoramos. Rara vez estamos para nuestros hijos, rara vez estamos para nuestros padres. Y cuando estamos practicamos la excelsa majadería de hacernos daño. Quedará para los restos de cada existencia el triste recuerdo de lo que pudo ser costumbre y rara vez se dio…

– Pero… Es que… Vuestras caras se iluminaban al escuchar mis palabras. – Reíais… Cantabais… – “Tralaralará, tralará…”… – “…A casa, a trabajar…”… – “Nuestra gran preocupación…”… – Sentía que erais tan felices… Muy niños… Indefensos… Frágiles… Mis niños… – Es tan duro a veces el paso de los años. – Acurrucaros…Bajo el edredón y las sábanas…Hace tanto frío… – Pero hoy os voy a contar un cuento, muchos cuentos… – Dejad que os lea un rato… – Por fin tengo tiempo… Ya lo tengo… – El tiempo que casi nunca os dediqué. ¿Podréis perdonarme? – …Todo el tiempo del mundo… – Érase una vez un príncipe azul… – Érase…Una…Vez… Una luz intensa, muy azul…Ya voy…

Nadie nos prepara para la vida, nadie nos prepara para la muerte. Menos aún para el papel de padre y el papel de hijo, es cierto. Y es más que probable que no haya enmienda en las generaciones venideras. Deberá el individuo hacer un anacrónico y titánico esfuerzo de amar a cada miembro de su familia con entrega sincera pues la dicha será enorme, la recompensa para el espíritu generosa, los beneficios incontables y la alegría crecerá frondosa…Cuando la muerte venga, siempre llega, la paz se habrá instalado en el alma a base de empellones y eliminando tradicionales desazones…

– ¿Ha muerto?

– Si, papá acaba de morir.

– ¿Dijo algo?

– Nos ha llamado varias veces y balbuceaba, pero no se le entendía nada…

– No llores, tal vez haya sido lo mejor. Estaba muy enfermo.

– Lloro porque no me acuerdo de la última vez que le dije “Te quiero…”.